García Martínez – 2 enero 1994
Cuentan que Felipe no acudió al Congreso, para la aprobación de la reforma social –toque usted madera-, porque estaba con el dentista. (Para más detalles, el facultativo es murciano y responde por Faraco). Algunos se lo han afeado. Servidor no comparte la repulsa. Si se inventó lo del dentista para escaquearse, lo entiendo. Tiene que ser muy doloroso para un socialista partir decretos que devienen patadas en culo de obrero.
Lo más probable, sin embargo, es que Felipe no haya mentido y que estuviese de verdad con el dentista en Moncloa. Digo esto porque la dentadura del Presidente –lo mismo que la de Solchaga- es un auténtico desastre. Debe de ser cosa común a toda la clase política. Como quiera que estos hombres se ven obligados a mentir tanto, pues no sólo les crece la nariz, sino que les ponen los dientes feísimos. Y quizá Felipe haya querido empezar el año con sonrisa blanca.
Al hilo de lo anterior me recuerdo la existencia de individuos que se pasan la vida yendo al dentista. No sé si por culpa del de las tenazas –que se encariña con el personal y no lo suelta- o del paciente mismo, que se engancha al sillonanco y ya se queda adicto. Un amigo mío de Espinardo, pero que milita en Madrid, vive sólo para su dentista. Ha hecho profesión de sus relaciones con el dentista. Y, aunque al final le reparen los dientes, se le quedará escoñada la sección mental o conciencial. Tremendo, ya digo.