García Martínez -9 enero 1994
Estos días se escuchan ciertas músicas en los cornijales del paisaje. En los rincones donde se van acumulando, junto con las hojas secas, las cortezas de las mandarinas y otros desperdicios. También en los arcenes de las carreteras se sienten esas melodías que digo. Amanecen de una forma un tanto fantasmal. Con altibajos de volumen, como que vienen y se van, vienen y se van…
Todo esto ocurre porque los viajeros de la Navidad han arrojado por la ventanilla demasiadas casetes rotas. Las cintas brillando al sol: el largo rastro de no se sabe bien qué caracol. O sobre los salicornios de los márgenes del camino: leves guirnaldas de color marrón chocolate. Una suave brisa sobra para que esas cintas reproduzcan la música que llevan dentro. Cuando te pasas a orinar en mitad del camino, escuchas a la Pantoja, o al Escobar o, menos frecuentemente, a Mozart. Tú te piensas que alguien, un labrador, que cava o que riega, tiene puesto el transistor. Pero no. Lo que escuchamos es el resultado del vientecillo rozando la superficie plástica. Se trata de un fenómeno curioso. Y nuevo. Cada vez más, los montes, las veredas, las llanuras y los huertos tocarán estas músicas de entretenimiento.
Lo malo será cuando el viento arrecie. Eso que llevan dentro las cintas sonará con una fuerza brutas, insoportable. Todos los sones mezclados y nada inteligibles. Sospecho que ha de ser como un rugido humano.