García Martínez -10 enero 1994
Terremoto como dios manda, el de San Francisco. Los de antiguamente, vaya. A los terremotos de hoy les pasa como a la mojama y a la lechuga. Ya no son lo que eran. (El consumismo ha llevado a la degeneración de los productos. Hoy se trata de engullir, cuando lo deseable sería degustar).
En los últimos días, la zona en la que estamos se ha visto tocada, bien que levemente, por los efectos de algunas sacudidas que los ilustrados llaman telúricas. Pero, como digo, nada importante. Sin embargo, un terremoto de vez en cuando–sin víctimas, por supuesto, pero escandaloso- sería medicina muy eficaz. Para los ricos y poderosos en particular: para la población en general. Pues hay momentos en que la Humanidad se crece. El neón no nos deja ver las tenebrosidades. Las ricas ropas que vestimos impiden que salgan a la luz las pobres carnes de las que estamos hechos. Nos creemos muy listos. Una parte de Europa hace pun destapando champanes, y otra parte de Europa hace pun matando viejos y niños. Quedo atrás la navidad. Hemos pasado el trámite, poniéndonos una miaja llorones con esos anuncios sentimentalones que nos ha traído la tele. Hemos comido bien a gusto, que tenemos la glucosa a la altura del cogote. Y ya están aquí, como quien dice, las rebajas.
Será bueno que nos asuste de uvas a peras un pequeño terremoto. Más que nada, para que nadie olvide que no somos nadie.