García Martínez -24 enero 1994
Vaya viaje que le tiró Romario a Simeone. No se cansaba la televisión de repetírnoslo. De tal modo que al final no vimos uno, sino dieciséis jetazos. La acción resultó más bonita si consideramos que este señor Romario es un tranquilo absoluto. Un tío con una melsa enorme, que camina igual que Groucho: transportando el propio culo como el caracol transporta su casa. Parsimonioso, en fin. Casi no hacía falta la, así llamada, cámara lenta.
¿Qué debemos decir los moralistas acerca de este incidente? Veamos: servidor lo ve mal. Lo que ocurre es que, una vez que Romario explicó lo que había dicho Simeone, ya las cosas se ven de otra manera. Contó el brasileño que el argentino se nombró a la madre. Y aquí, amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado. Una madre es una madre. Y si bien aceptamos que cuando alguien le asigna a la señora el oficio que todos sabemos, no está queriendo decir que lo practique, sentar sienta mal. Es claro que se trata de una manera de hablar. Pero, mire usted, al menos en España (y entre sudamericanos de sangre caliente), lo que recibió Simeone fue lo normal. Y, por lo tanto, lo que va a misa.
Es cierto que muchos árbitros se encuentran en la misma circunstancia. Pero no es igual. Por la propia naturaleza de la profesión arbitral, la madre del árbitro ya sabe a lo que se expone. Y si consiente que su hijo salte al césped es porque pasa de todo.