García Martínez – 31 enero 1994
Que me diga quien lo sepa qué ha pasado con las gateras. ¿Adónde fueron a parar? Dicho de otro modo: ¿qué fue de ellas? Fíjese usted con qué sigilo la vida nos va robando. De la noche a la mañana adviertes que ya no hay gateras. ¡Oh! Aquellas galerías que asomaban su culoboca a la fachada, ¿te acuerdas?, y que aprovechaban para que circulase el gato, y más aún. En la gatera se le dejaba la llave al que volvía tarde; por la gatera, y después de recorrer el estrecho cauce a lo largo y a un lado del porche, desembocaban las aguas de una probable inundación en los interiores de la vivienda. También servía la gatera para que, a su través, los chavales de fuera hablásemos con los clavales de dentro, y viceversa. Entraba por la gatera el airecillo fresco de la mañana. Fue siempre la gatera evacuatorio de urgencia del dulce hogar.
Desde que las gentes viven superpuestas en los así llamados pisos, las gateras han ido desapareciendo del paisaje urbano. La autoridad socialista ha organizado el lamentable éxodo de forma (tan diabólica) que no nos diésemos cuenta. Sólo al cabo de los años, porque la palabra se nos ha venido casualmente a la memoria, caemos en la cuenta de que ya no hay gateras. Ni siquiera en las casas antiguas de los pueblos. Muchas las han tapado porque a sus dueños les daba como poder tenerlas.
Cuando sea mayor -¿estás en lo que es?- pienso hacerme una casa con gatera.