García Martínez –29 octubre 2002
No se puede –no se debe– seguir así durante toda la vida de Dios. Hay que acabar con la farsa, aunque sólo sea por higiene mental. La farsa contamina los cerebros, da por bueno lo que en sí mismo es malo. Y lleva al ciudadano a no creer en nada.
En la huelga de la enseñanza, que tuvo lugar el martes, encontramos un claro ejemplo de farsa. No por acostumbrada menos lamentable. El Gobierno dice que el paro fue seguido por un veinte por ciento de profesores y alumnos, en tanto que los convocantes suben la cifra al ochenta por ciento.
Si aceptamos estas cosas con naturalidad, si no se prohíben de una puñetera vez, acabaremos por no fiarnos de nadie. Resulta muy dañoso para la buena marcha de una sociedad que se admitan ambas dos mentiras: la del que manda y la del que protesta. Porque, ojo, ninguna de las dos es la cabal.
Para este viaje de las cifras mentirosas no se precisaban alforjas. No habría que hacer, pues, manifestaciones, ni huelgas, ni cosas parecidas. Bastaría con informar al pueblo de los resultados de algo no sucedido. Sería suficiente con dar las cifras según los unos (cantidad irrisoria de seguidores) y según los otros (cantidad hinchada de seguidores). Todo al buen tuntún, sin rigor.
Dije que por higiene conviene acabar con esto. Pero también por estética. Es que hace feo. No es justo que se nos tome por tan estúpidos. A partir de la farsa, la verdad queda arrestada y recluida en lo más oscuro del calabozo de los intereses espurios. (¡Qué bonito me ha salido!). Siquiera sea por dignidad, los humanos hemos de erradicar esa enfermedad que es la disparidad buscada, promovida y –como dicen García Márquez e imitadores– anunciada.
Si seguimos quedándonos impasibles ante la farsa, terminarán metiéndonosla, que se suele decir, por arriba, por abajo, por delante y por detrás. Ya nos la están metiendo. Hay que rebelarse. Y si no quieren darnos las cifras reales –o lo más aproximadas posible– no nos den ninguna, pero no sigan engañándonos, riéndose de nosotros en nuestras propias narices.
Con estas manipulaciones, ni los paros, ni las manifestaciones tienen ninguna razón de ser. Y ello porque nunca sabemos cuántos paran, ni cuántos se manifiestan. Lo veo vergonzoso.