García Martínez – 18 diciembre 2003
Qué gusto me dio ver a la Sara Montiel de hace dos mil años en cuerpo mortal. Excelente cuerpo, por otra parte. Fue como el socorrido soplo de aire fresco. Lo digo porque, en fin, últimamente la Sara que tú ves en televisión y en las revistas, pues, hombre, qué quieres que te diga, parece un puesto de venta de abalorios.
—Sí, pero son abalorios carírimos.
Ya lo sé, pero eso no quita. Quiero decir que, acostumbrado a esta Sara tan fondona de ahora…
—Saritísima.
Vale. Como usted quiera. Acostunbrado a esta de ahora, decía, te topas con la Sara genuina…
—Sarita.
Efestivamente. La Sarita de la película Veracruz, que acabo de verla en la tele, con Gary Cooper y Burt Lancaster queriendo robar un cargamento de oro, allá en Méjico. Sale allí una Sarita de toma pan y moja. Esto fue hace cuarenta y nueve años justos. La Sara actual tenía entonces cuarenta y nueve años menos. ¡Jesús, María y José!
En Veracruz ya movía ella el labio de abajo con la misma soltura incitante que, tiempo después, en las películas de los cuplés. Y los llevaba pintados, digo los dos labios, de un rojo ababol tremendamente intenso.
Gary Cooper y Burt Lancaster eran dos genares buenos. Muy hombretones ambos. Tanto que, al lado de Gary, la Sarita parecía su hija. No le llegaba ni al hombro. Y eso contando el moño. Ignoro cómo se las apañó Sarita para que el director del filme, Robert Aldrich, la metiera en el elenco. Pero, vaya, la verdad es que, viéndola tan lozana y tal, no hacía falta que presentara currículum, ni menos aún que echara un discurso. Le pasaba como le pasa a la moza del Anís de la Asturiana, que su presencia siempre agrada.
Los zagales de hoy, cuando ven a la Sara y tú haces el elogio correspondiente, se ríen de ti y de ella. Se mofan, por así decirlo. «Es un saco de patatas», «está reparada», se descojonan, creyendo haber descubierto la pólvora. Tú, entonces, como los ves tan desanchados y estultos, no entras en discusión. Y los castigas, ocultándoles que existe Veracruz y aquellas películas de los cuplés, en las que –como decíamos los chiquillos de la postguerra– lo de menos eran los cuplés, no sé si me explico.