García Martínez – 21 mayo 2004
Se lo digo como lo siento. A mí me da pena ver, pongo por caso, a los políticos que acuden y trabajan en la Asamblea Regional. No porque acudan y trabajen, que es lo suyo. Me produce desazón mirarlos, amén de en todo tiempo, cuando llegan a Murcia los inevitables y característicos calores que afectan a la zona esta nuestra.
Van, los pobres, con su traje de entretiempo, el cuello de la camisa abotonado y la corbata, más o menos estrambótica, colgándoles. Es verdad que en el Parlamento funciona el acondicionado. Pero eso no basta. El político no siempre está recluido allí dentro. Entra y sale. Como Perico por su casa, pero entra y sale. Primero entra y luego sale.
Ocurre también –lo cual agrava el problema– que la dialéctica parlamentaria provoca acaloramiento. En unos más que en otros. No se acalora lo mismo el flemático Maeso –vicepresidente y yeclano– que María Begoña García Retegui, que no para un momento quieta. Tampoco destilan los mismos calores el viceportavoz Javier Iniesta –cuya muletilla exaltada es «¡Por Dios y por la Virgen!»– que el dimitido Ramón Ortiz, de quien, por ser tan pausado, dicen sus compañeros que mea abonico. Pero, en general, todos sufren el cálido clima de Cartagena.
Yo en esto soy un mandado, pues no uso corbata, ni chaqueta, al contrario que el ciudadano Angosto, que calza hasta chaleco de lana. Pero, aun cuando el asunto me afecte poco, sí que me tengo por neurotransmisor de una preocupación que me viene manifestada por casi todos los miembros de la Cámara. Lo que ellos proponen es que Quien Corresponda cambie el protocolo. En los países del Extremo Oriente, las personas conspicuas visten algo así como saharianas –que se decía antiguamente–, aunque los actos sean oficialísimos. Sahariana, guayabera, cazadora –como queramos llamarla– que se la aplican al sufrido cuerpo y sienten un alivio que no es liviano, sino importante.
No creo que sea preciso cambiar para eso el Estatuto de Autonomía, como parece que pretende el nuevo portavoz socialista Juan Durán. Pero, si fuera preciso llegar a eso, pues se llega.
No me gustaría a mí –ni al público en general– que, cada dos por tres, se nos derritiera un diputado o un consejero compareciente. Me perturbaría.