García Martínez – 2 enero 2005
Uno sospechaba que esto del euro tenía gato encerrado, o truco, o incluso un busilis que, antes o después, acabaría dando la cara.
No hablo ya de lo que es de dominio público, como la subida artificial que se produjo en los precios, nada más adoptar la moneda europea. Comoquiera que un euro vale nada menos que ciento sesenta y seis pesetas, cuando nos cobran de más no caemos en la cuenta de que nos están estafando. «¿Qué vale esto? ¿Seis euros? Pues, nada, lo veo bien». Pero, ¿por qué lo ves bien? Pues porque te piensas que el producto te está costando, más o menos, sesenta pesetas, Y no, que no son sesenta, sino mil pelas.
Y lo mismo pasa con las propinas. Cuando te crees que has dejado en la bandejita cuarenta duros, en realidad estás dejando ochocientas y pico pesetas, que es a lo que equivale un billetito de nada más que cinco euros. Ahora comprendo por qué un hermano que tengo, cuando ya salimos del restaurante, se queda rezagado y, sin que yo lo advierta, trinca la propina y se la queda, el jodío de él.
Hoy he de referirme a otra trampa, como es la de los centimicos. Ya desde el principio, las monedas de dos y cinco céntimos fueron consideradas pura morralla por la mayoría de nosotros. Hasta el punto de que hay algunos que las tiran como se tira un colilla. ¿Por qué? Pues porque asimilamos los céntimos de euro con los céntimos de la peseta, cuyo valor era despreciable.
Con esto sólo han salido beneficiados los pobres de pedir, visto que, dándoles un euro, te crees que les estás dando un duro de los de antes.
Eso hace que, cada vez que tienes que echar treinta céntimos en la máquina del café, llegues y eches un euro, pues el subconsciente te dice que es a partir de un euro cuando la moneda empieza a tener algún valor.
Lo dicho ha dado lugar a que, si es que no las has tirado, te encuentres con que tienes reunidas en una bolsa de plástico no sé cuantísimas monedicas de cinco y dos céntimos, o sea chatarra. A esto también contribuye ese color tan sucio que muestran los centimicos.
La única forma de resolver el problema es llenarse el bolsillo de céntimos y empezar a pagar con ellos. A las máquinas expendedoras, a los camareros y a los pobres. Ahorraremos mucho.