García Martínez – 9 enero 2005
Teniendo un idioma tan excelente como tenemos -sin desmerecer, faltaría más, al catalán, al vasco y al gallego-, no acaba uno de entender la manía de castigar al castellano.
Y lo peor es que esto ya no ocurre de uvas a peras. A la menor ocasión, ¿zas!, cambiamos una palabra nuestra por otra extranjera. Ni mejor, ni peor, pero otra.
Es lo que acaba de pasar con la catástrofe natural desencadenada en el sureste asiático. De pronto, un periodista frívolo o un pseudoexperto en la materia, sustituyen maremoto por tsunami. Y nadie dice nada. Se acepta la aberración como lo más natural del mundo. O sea, por un lado, los institutos llamados de Cervantes procuran preservar y divulgar el español por diversos países y, por otro, los de aquí de dentro aceptamos olímpicamente el deterioro de nuestra propia lengua.
Tsunani es una voz japonesa -échale- que se refiere a una «ola de gran tamaño que se forma debido a una explosión volcánica o a un seísmo y avanza a gran velocidad por la superficie del mar». Para el diccionario de la Academia, el maremoto lo constituye «una agitación violenta de las aguas del mar a consecuencia de una sacudida del fondo, que a veces se propaga hasta las costas dando lugar a inundaciones».
¿Cómo se le queda el cuerpo al lector? ¿No teníamos una cosa mejor que hacer -como, por ejemplo, mandar unas perras a los damnificados- que adoptar el término tsunami? Acepto que no debamos ser talibanes del lenguaje. Si el castellano no dispone de un término lo bastante apropiado para designar algo, pues se toma de fuera y lo acomodamos a nuestro acervo. Por ejemplo, football, que pasa a convertirse en fútbol. O, incidiendo en el mismo deporte, goal, que acaba por admitirse como gol.
-Parece usted Lázaro Carreter.
Encima, cachondeo. Lo que yo me creo que pasa es que no nos paramos a pensar. Y, también, que aceptamos como dogma de fe todas las chorradas que quieran colarnos los listos que pululan por los medios de información. Y hasta por las Universidades.
Bastante desgracia soporta ya aquella pobre gente del maremoto, como para que, encima, nosotros ensuciemos tontamente nuestro idioma.
Lo dicho: mandemos donativos y chitón.