García Martínez – 19 marzo 2005
Francisco Vázquez, alcalde socialista de La Coruña, es uno de los escasos políticos acerca de los cuales el pueblo tiene una excelente opinión. Se habla de él como espejo en el que deberían mirarse sus colegas. Es un tipo sensato, equilibrado, razonable…
-Y católico.
Bueno ¿y qué? Pero no del todo feo, ni probablemente sentimental.
Me voy a llevar un disgusto muy grande, como sea verdad lo que le imputan desde la oposición. Se dice que el ayuntamiento que él gobierna ha tenido trato de favor urbanístico con su familia. Algo relacionado con un edificio en el casco viejo de La Coruña, que perteneció a la ONCE.
No exagero sí digo que, lo que es a mí, que todavía conservo alguna que otra esperanza en los hombres, se me caerían los palos del sombrajo. A lo mejor hasta emigraba. No de este mundo, pues quizás sería excesivo, pero sí de este continente.
Me supongo que los políticos golfos, los caceros, por así llamarlos, se estarán frotando manos. A ellos -a su conciencia, mejor- no les conviene que haya por ahí unos cuantos que saben estar, desde todos los puntos de vista, en la política. Ello les permite sentir un poco menos de vergüenza, en el caso de aquellos que todavía tienen capacidad para avergonzarse. Lo del mal de muchos como consuelo de tontos.
Cuando alguien emerge de la mediocridad y del golferío ambiente, sólo por eso ya le acechan mil peligros. Ser como hay que ser es algo que no se perdona. (Tampoco desde fuera del ámbito político). Es preciso -se dicen-que estemos al mismo nivel de desprestigio. ¿Pues quién se ha creído ese que es? ¿Acaso no tiene hijos y mujer a los que complacer, ni deseos de cambiar de coche a cochazo, ni de pasar de barquito a barco? ¿Ah! El tres por ciento. Lo que es un clamor nacional quedará finalmente -o ya mismo- en agua de borrajas.
Me gustaría que Francisco Vázquez saliera airoso de esta incidencia tan desagradable. Cuando hay un paradigma del que fiarse, duele mucho que te lo tumben, si es que a lo último consiguen tumbarlo.
Los ciudadanos necesitamos creer en los hombres que nos gobiernan. Una parte de la felicidad del gobernado es que lo gobiernen con honradez.