García Martínez – 17 mayo 2005
Esa es la cuestión, que dijo el otro. A la hora en que me pongo a escribir esta Zarabanda, la ministra Narbona ya está en Murcia. Viene a San Pedro del Pinar -Zapatero dixit- para inaugurar la planta desalinizadora de agua del mar.
-Si se fija usted, el agua obtenida costará más cara que otras, pues ya sabrá que el Mar Menor contiene más sal que el Mediterráneo en general.
Pues, mire, no había caído. El lector tiene que entender que el cronista no puede estar en todo. Decía que, cuando escribo lo que escribo, aún no se sabe si la señora Ministra bebió o no bebió siquiera un vasito de agua de esa desalinizada.
En las inauguraciones oficiales, los políticos procuran inventar -o que les invente el márquetin- alguna gracieta que llame la atención del personal. Eso lo hacen para quitarle al acto la rutina de cortar la cinta o apretar el botón. En su momento, el inefable Fraga Iribarne -a la sazón ministro de Información y Turismo- se bañó en aguas de Palomares, para hacer ver que allí no había radiactividad ninguna. Lo acompañó un embajador de EE.UU. que era medio tontaina y que se llamaba míster Bidle.
Sepa el lector que los efectos de la radiactividad no se manifiestan de la noche a la mañana. Es al cabo de muchos años cuando hemos visto los perjuicios que le causó a Fraga. Ese bamboleo tan escandaloso que padece el gallego cuando camina es consecuencia de aquella temeridad estúpida.
Por eso me pregunto yo: «¿Qué hará la ministra Narbona con el agua desalinizada? ¿Beberá o no beberá?». Pronto lo sabremos. Basta con mirar, al tiempo que se lee (si es que se lee) esta croniquilla, las páginas informativas de La Verdad del martes.
Ignoro si ella tiene conocimiento de la procedencia del tremendo bamboleo de Fraga, con el que, por cierto, ha llamado la atención de los paisanos a los que anda visitando en América del Sur. Hasta el punto de que algunos decían que no era él, sino un doble.
Lo que quiero decir es que, si la Narbona bebe, eso es algo que deberemos anotarlo en el haber de su meritar. En eso no deberíamos los murcianos ser cicateros. Sobre todo cuando ninguno de nosotros, ni el más valiente, tendremos cojones para echarnos un traguito.