García Martínez – 1 noviembre 2005

Cuando el cronista iba a La Condomina, lo más cachondo de lo que allí acontecía era que, si el Real Murcia marcaba un gol a los cinco minutos del comienzo, los aficionados gritábamos: «¿La hora!». De esa forma le hacíamos saber al árbitro que se habían cumplido los noventa minutos y que, por lo tanto, debía pitar ya el final del encuentro. Oye, cada cual se divierte como mejor sabe y puede.
No es este el caso que hoy nos ocupa, sino el del horario por el que se rige nuestro vivir. Tal como suele, la autoridad nos ha instado a quitarle… ¿A quitarle o a ponerle? ¿Coño, si es que no lo sé porque no lo entiendo!. ¿Le hemos quitado una hora al día o se la hemos añadido? Y, sin embargo, el total sigue siendo de veinticuatro horas. ¿Uf!
Confieso que nunca entendí lo de cambiar el horario. Y mucha más gente, ¿eh? Los que estudiamos letras (y no pocos de los que estudiaron ciencias con escaso aprovechamiento) nos hacemos un lío con lo del horario viejo y lo del horario nuevo.
Cuando Franco, nos obligaban a distinguir entre la hora oficial y la hora vieja. O sea que el follón este viene de antiguo. Ahora nos han exigido que, siendo las tres, nos hagamos a la idea de que son las dos. Dicen que así se ahorra energía. Pero, vamos a ver, ¿qué energía ni qué demonios te ahorras, si lo que estás consiguiendo es que anochezca antes y, por lo tanto, antes tendrás que encender la luz? Gastarás más, ¿no?
Bien. Dejemos eso, porque hay un asunto aún más grave. ¿Con qué autoridad puede un Gobierno decidir sobre la hora que es en cada momento? Eso es cosa de Dios (y nada más que de Dios), que es quien hace que se muevan las esferas, incluidas las de los relojes.
No debe ser que nuestras horas de existencia entre los vivos (que es lo más grande que se nos ha dado) las manipule el político de turno, como quien dice un donnadie. No, hombre, no. La hora es una cosa muy seria. Y usted no me la menea a mí, por mucho que lo hayamos elegido los ciudadanos con nuestros votos.
Lo que pretende la superioridad es que llegue un momento en que, de tanto cambiarla, ni Dios sepa la hora que es. Justamente lo que ya nos está empezando a pasar en España.
¿O no es lo que digo?