García Martínez – 17 diciembre 2005
Me trae el lector un sucedido que demuestra cómo, en estos tiempos tan cutres, se ha perdido la vieja costumbre de ser amable. Y ello a pesar de que, en una democracia bien entendida, la amabilidad constituye exigencia.
Hombre, sí. Porque la democracia no es una trifulca permanente (y más bien fulera) entre los partidos políticos. Ni consiente que molestemos al prójimo.
-¿Y es que se molesta a alguien por no ser amable?
Pues sí. Aquí en la Tierra no somos sólamente uno, sino un montonazo. Y para no matarnos los unos a los otros, se requieren unas reglas y unos compromisos, que han de regir tácitamente en lo que se entiende como democrático. «Vive y deja vivir», se suele decir. Y no es mal consejo. Un modo de no dejar vivir al vecino es ser grosero con él. La grosería es lo más opuesto a la cortesía, dicho sea en plan pareado.
Por eso, si alguien decide comportarse cívicamente con el prójimo, lo menos que podemos hacer es consentírselo. Facilitarle la tarea, vaya. Aunque sólo fuera por el gusto que da ver a las personas actuando cívicamente.
El lector al que aludo me cuenta que, en llegando el autobús a la parada, él mismo y otro ciudadano se cedían el paso para acceder al vehículo. En fin, tampoco se pierde en eso media hora. Sólo segundos. Y en esas estaban quienes digo, cuando el conductor los recriminó, azuzándolos para que dejaran de hacer el ganso. Ese me supongo que debía de ser su punto de vista: que estaba delante a un par de gansos haciendo el ganso. Conviene añadir que uno de ellos (ya mayorcico, por cierto) iba cargado de paquetes. Porque sí, porque la vida lo carga a uno de paquetes. ¿Te vas a rebelar por eso?
Una vez a bordo, mi comunicante tuvo la atención de explicarse ante el conductor. «Mire usted -le dijo sin acritud ninguna-, es que mis padres me enseñaron…» Y el del volante, nada, que leches. Que lo estaban entreteniendo con tanta gilipollada y luego sus jefes le echarían a él la bronca.
Ya con cierto disgusto en el cuerpo, mi amigo le pidió al buen hombre su identificación. Y este, ni corto ni perezoso, le respondió que nones. Que eso era… ¿secreto profesional!
-Apague usted y vámonos.