García Martínez – 20 diciembre 2005
En otros tiempos -no sé si más felices-, la Navidad olía a mandarinas, a licor café, a tortas pascuales y a pelotas de pavo.
Esto ha venido sucediendo con muy pocas variantes. Hombre, cuando se puso de moda la Barbie, las fiestas tenían olor a muñeca. Quienes nos azuzan para que nos gastemos los cuartos en consumir cuanti más mejor, procuran -hoy más que nunca- que la Navidades tengan un olor predominante por el que tengamos que pagar.
Este año, las celebraciones huelen a mono. Muy poco a tamborilero y muy mucho a mono. Y no a un monito de esos que te los puedes colocar sobre el hombro, sino a monazo gigantesco, monstruoso. Lo llaman King Kong. En las televisiones nos lo vienen endiñando en todas las películas que, sobre ese piazo de mono, se produjeron en el siglo pasado. Tres o cuatro, me parece.
En este siglo que estamos -o padecemos- nos traen en forma de no va más al tremendo King Kong. Quiero decir aderezado con todos adelantos del cine actual. Los efectos que llaman especiales son sencillamente prodigiosos. El impacto de ese imposible es tan grande que, muy pronto, en lugar de decir, como cuando Franco, lo de: «Ponga un pobre a su mesa», se nos invitará a que, mejor que un indigente, pongamos un mono a compartir con nosotros viandas, manteles y villancicos dulzones.
El mismo director de ese gran éxito que fue El señor de los anillos ha echado mano del gorila para hacer una superproducción. La releche, sin duda.
¿A qué se debe que este animal tan salido de madre tenga tan buena aceptación por parte de los públicos? Si fuese un monazo sin más, nadie mostraría demasiado interés por las andanzas del bicho. El secreto de que lo aceptemos con tanto gusto es que se trata de un mono, además de feo y católico (esto me lo supongo), sentimental.
King Kong se enamora perdidamente de la chica rubia. Y lo hace de buena fe. Pero la utopía de esos amores acaba en tragedia. Un amor defraudado por la realidad es lo que hace posible que el filme sustituya en cierta manera al tradicional villancico: Noche de Dios, noche de paz. Y por lo bien que se acopla al ambiente llorón de la Navidad.
(Sépase que la rubia no grita por miedo, sino por el pestazo que echa el mono).