García Martínez – 24 diciembre 2005
Pues, en fin, tenía pensado desde hace algún tiempo escribir un articulejo sobre las narices. Pero me daba corte reconocer ante los lectores que una de mis obsesiones, quizás la principal, la constituye la nariz.
Porque, claro, padecer una obsesión semejante digamos que hace sospechar que uno es carne de psiquiatra. ¿Pero cómo podré ocultarle nada mío, a estas alturas, al benevolente lector?
En cuanto que me topo con una persona, lo primero que someto a juicio es su nariz. Si la forma de ese apéndice me resulta grata, el individuo gana ante mí una serie de puntos. Quiero decir que me predispongo a su favor. Si, en cambio, la nariz es fea, el payo o la paya que la lleven encima me caen mal de entrada. Digo de entrada, o sea de un modo superficial, porque una vez que, con el trato, le descubro virtudes que me satisfacen, la nariz ya no importa tanto. Incluso nada.
Lo mismo que otras personas le miran al prójimo otras partes de su cuerpo, yo me fijo en la nariz. No sé a qué se debe. Quizás sea una desviación de mi mente. Por eso me daba apuro contarlo. Lo cierto y verdad es que, cuando alguien me presenta una bonita nariz, por más rara que sea, ya lleva ganada una buena parte de mi consideración.
Esta manía de observar y valorar las narices ajenas propicia, a su vez, otras manías. Me trastorna, por ejemplo, la manera con que la televisión muestra las narices de los personajes. Cuando la cámara se empeña en el primerísimo plano de nariz, experimento un desasosiego parecido al de Pessoa. ¿Por qué? Pues porque, en esos casos, se nos enseña el interior lamentable, horrible de las fosas nasales. Lo que vemos entonces en la pantalla son dos agujeros tremendos que me sacan de quicio. Y si hubiere mocos, pues nadie está libre, ya es que me pongo a parir.
La otra noche hicieron esto que digo con Rocío Jurado. Y si bien ella tiene las fosas estrechitas, el espectáculo de de su oscuro interior era penoso. Pediría, pues, a los realizadores un cierto sentido de la estética. Es que, con esas imágenes, destrozan al más pintado.
-¿Y no tenía nada mejor que contarnos el día de Nochebuena?
Comprenderá que no me ponga a opinar sobre la naricilla del Niño Dios.
¿Qué diría la censura catalana?