García Martínez – 9 mayo 2005
Un grupo nutrido de madrileños (con la Tita Cervera, en calidad de viuda del Barón, abriendo marcha) ha protestado en Madrid por el intento municipal de talar unos árboles en el Paseo del Prado.
En una de las pancartas se podía leer: «Gallardón, pódate tú la pilila». Esta es una muestra gozosa de que en España hay libertad de expresión. Tras largos años de mordaza franquista, el ciudadano puede ahora expresar lo que siente, tanto si ello es políticamente correcto como si no.
Hablar libremente, sin cortapisas, ni censuras es muy saludable para los cuerpos y para los espíritus. Vomitando su reivindicación, el ser que somos cada uno se esponja, se libera y hasta se pone cachondo.
-Sin molestar al vecino, ¿eh?
Desde luego. Pero sepa que el político, aunque viva en tu calle, no tiene la consideración de vecino a estos efectos. Si alguien hubiera escrito en una pancarta lo de la pilila -y la posibilidad de que se la poden-, refiriéndose al Conde de Mayalde, que fue alcalde de Franco, al autor se le habría caído el pelo.
La libertad de expresión es una cosa buena. Lo que pasa es que, ahora, después de unos años ejerciéndola como defensa ante decisiones arbitrarias del poder, ya apenas sirve para nada. Y eso porque a quienes son objeto de las críticas que vienen del pueblo les ha salido un callo en el cerebro. Justo en la zona donde reside la que llamaremos sensibilidad hacia las opiniones ajenas.
En los primeros tiempos de la transición, el político en general estaba atento a lo que pensaban de ellos los de abajo. Pero ha llegado un momento en que se lo pasan todo por el arco de triunfo. Sencillamente, se han acostumbrado. Tú puedes decir lo que sea sobre ellos y sus actuaciones, pero no se inquietan. Han asumido como lema propio lo de: «Ladran luego cabalgamos».
Más aún. Hasta prefieren que se les dé caña. Porque de esta manera salen en los periódicos, en las radios y en las teles. Para su mentalidad, es lo único que cuenta: salir. Que sepan de ti, aun cuando sea para mal. La deseada libertad de expresión se queda así en pataleo. Y por lo mismo pierde su razón de ser.
Sepa el lector, por tanto, que Gallardón, ni se va a podar el rabo, ni permitirá que se lo pode la Baronesa.