García Martínez –23 diciembre 2005
Cada día que Dios amanece (y me temo que amanece todos los días), los gestores de la cosa pública se pegan unos cebollazos que hasta el Diablo tirita. Nada, que no hay quien los pare. PSOE y PP componen el paradigma del matrimonio mal avenido. Lo mismo que sucede en la relación marido-mujer, en el rifirrafe político, a cada pequeña y leve tregua sucede un volverse a tirar los platos a la cabeza.
La excepcionalidad de esa tregua que digo confirma que lo habitual es la batalla campal. Y en eso estamos. Bueno, están ellos. Porque, si el pueblo se pusiera en ese plan, habría que imponer el toque de queda. Tremendo. A una transición ejemplar, elogiada por todo el mundo, sucede -no demasiados años después- un guirigay que no tiene nada que ver con aquella mesura. Por entonces, cada cual cedió un poco en sus pretensiones y, gracias a ello, se alcanzó el consenso.
Una vez que ya parece que la furia se va a desvanecer -como cuando acuerdan joder a los que fuman-, una disputa nueva les hace perder la cabeza y las razones. Rajoy llama a Zapatero «bobo solemne» y la voz -tan nasal que molesta- de Pepe Blanco nos hace saber que los del PP son unos canallas.
Y así todas mañanas, con frío o calor, con nubes o sin ellas. La idea que prima en sus cabezotas no es hacer lo que mejor convenga al país, sino el desgaste del adversario. Lo grave es que no se desgasta sólo uno de los contendientes, sino ambos dos. Y me pregunto yo: ¿qué servicio prestan al país unos partidos y unos políticos absolutamente desgastados? Lo que en realidad vienen haciendo estos idiotas es suicidarse. Pero, nada, no les entra la paz en la mollera. Siguen creídos de que únicamente se erosiona el adversario.
¿Y cómo nos vamos a proteger los ciudadanos? Pues yo qué sé. A lo mejor tenemos que ejercitarnos en mirar sólo el objeto de la discusión. O sea, si lo que plantean unos y otros es razonable. Y obviar absolutamente todo lo demás: los gritos, las descalificaciones, los insultos. Atender a las nueces, que no al ruido. Y votar en consecuencia.
Pero, claro, indigna que tengamos que hacer nosotros como recibidores lo que ellos no quieren hacer como emisores de la política. Menos mal que, hoy por hoy, la sensatez vive en el pueblo.