García Martínez – 27 febrero 1993
Fidel Castro ha manifestado su propósito de dejar el poder en el plazo de cinco años. ¡Y encima se meten con él! A ver: ¿cuántos dictadores, después de haberle tomado tantísimo gusto al sillón, anuncian que están dispuestos a irse? Lo normales que los echen (y huyan), que los fusilen o que se mueran en la cama. Lo de Fidel me parece ejemplar. Sobre todo después de haber ganado las elecciones (o como quiera que se llame eso) por mayoría más que absoluta.
De todas maneras, siempre hay una razón subterránea -que no se dice- para que un tío abandone voluntariamente el chupe dictatorial. Y como tengo agentes en Cuba, pues soy de los pocos que conocen la motivación de Fidel. A este hombre, como es bien sabido, le encanta largar discursos que duran tres días con sus noches. Y no chochea tanto como para no darse cuenta de que, desde siempre, pero sobre todo de un tiempo a esta parte, los cubanos que se reúnen por millares para escucharlo… no lo escuchan. Hacen como si lo escucharan, pero no lo escuchan. Yeso, oiga, duele. Los cubanos, que tienen mucho de españoles, se llevan a la concentración su botella bien llena de mojito. Y, sin que Fidel lo advierta, se pegan de cuando en cuando un trancazo. A los quince minutos de discurso, están ya todos medio monas. Y mientras, el otro, parla que te parla.
Todo lo cual, como se puede suponer, ha herido de muerte el orgullo del Comandante.