García Martinez –10 diciembre 1993
Ya todos disponen de contestador automático para el teléfono. No me parece mal la fabricación y consiguiente comercialización del artilugio. En si mismos tiene su mérito, pues cumple la función que le asigno. Y, como suele ocurrir con esta clase de materiales, cada vez se vende a menor precio. No se trata, pues, de oponerse. La sociedad, así llamada, moderna ha entrado en una tal dinámica que resulta inútil (e incluso impopular) ponerle mala cara a lo que se lleva. De modo que el cacharro queda aceptado desde ya mismo.
Lo cual no significa que estemos del todo conformes con su instalación en nuestras vidas. Mientras sean otros los que llamen a nuestro teléfono, bueno va. Una voz enlatada responderá que no estamos, aunque estemos, y pedirá que graben el mensaje.
Hasta aquí no hay nada que oponer. Ahora bien: supongamos que soy yo mismo quien llama a mi propio aparato. Aquí es donde empiezan las, por así decirlo rarezas. Lo primero que sucede es que me escucho a mi. Escucharme uno mismo por teléfono es sin duda cosa aberrante. Por menos de eso se han echado a perder no pocas cabezas. ¿Y Luego? Luego he de comunicar conmigo, grabando unas palabras que yo me digo a mi en voz alta.
(recordemos aquello tan tremendo de yo me mi conmigo). Y, después, cuando vuelva a casa, me encontrare con que, según lo que la grabación manifiesta, soy a la vez dos interlocutores.
Lo veo diabólico.