García Martínez – 3 noviembre 1993
De toda la vida de Dios, uno piensa en el viejo y famoso piojo en cuanto que siente picacera en la cabeza. (Dicen que ahora hay menos piojos que antes. Será de verdad. No me he parado a contarlos). Supuse pues, uno de estos días, que se trataba de piojo, al notar cómo me recorría la melena un licorcillo molesto. Procuré cazarlo con los dedos. No pudiendo, arañé, a ver si lo tajaba con la uña. Tampoco pudiendo, me di de pescozones para chafarlo. Y nada.
He pasado un fin de semana frenético. Me he lavado con toda clase de champús. Me he frotado el cuero (cabelludo) con mil potingues, extractos de todo tipo de –según la tradición- benéficas hierbas. Y nada. Aquello no cesaba en su empeño. A lo último, ya en desespero, me he dejado observar la perola por si un caso se detectara eccema o similar. Y tampoco nada. Luego a luego –me dije- va a ser cosa de la psique. Aunque me extrañaba, porque yo la psique siempre la he tenido más o menos en la misma sintonía. Usted me pregunta y yo le respondo: “Lo he descubierto, sí. Eran las moscas”.
-¡No me joda!
Lo que yo le diga. Las moscas. Es decir: mi calva ha alcanzado ese punto de culito de bebé que ya invita a las moscas a pasearse por ella, como si fuese el parque de María Luisa. Pues, teniendo pelo, las moscas no te hacen caso. Pero, si bola de billar, todas acuden.
Triste sino el de los hombres viejos.