García Martinez
TENGO la impresión –y si estoy equivocado, corríjame- de que apenas quedan gatos. O, por lo menos, que cada vez hay menos gatos. Antes, en todas las casas decentes vivía un gato. Tú llegabas, ¿no?, y en seguida salía el gato, cargadísimo de razón, con esa felina serenidad tan suya y mirándote con los ojos entornados. Daban ganas de decirle “usted perdone’’ y marcharse. Los gatos tienen mucho empaque. Si no fuera porque son gatos, habrían estudiado para cura.
Los hogares, quieras o no, han perdido mucho perdiendo el gato. A una vivienda sin gato le falta, además del gato, el olor a gato. Yo comprendo que a muchas personas de la época actual, tan fatuas e inconsistentes, les fastidie el gato. No soportan ser miradas por el gato cuando dicen sus chorradas, mira de un modo tan despreciativo que se hace verdaderamente insoportable. La democracia ha logrado que los gatos desaparezcan del mapa. (Lo cual es contradicción). Como quizás recuerde el lector, un gato tuvo la desfachatez de presentarse un día en el Parlamento español. Acabados los discursos, fijó con tal dureza de reproche su vista gatuna en los parlamentarios, que estos se quedaron como cuando entró Tejero. Allí, y en ese preciso instante, comenzó la persecución. Hoy, por lo que veo, ya todo son perros.
¿Por qué los grandes articulistas eluden tocar este tema?