García Martinez – 22 noviembre 1993
Llevaba un tiempo si acudir a un estadio de fútbol. Y ahora que regreso, aunque brevemente, me encuentro con que no me dejan entrar en la grada con los botes de la cocacola. ¡Pues se jodió la función, don Mariano!, me dije para mí mismo. Definitivamente, el fútbol en vivo terminó para este servidor de las monjas.
-¿Sólo por eso? ¡Pues vaya aficionado!
Digan lo que quieran, que lo mismo me da. Cada cual se aficiona a su modo y por razones no necesariamente iguales. Yo llego, me pican la entrada, compro dos botes de cocacola y medio kilo de pipas, y adentro. Ahora me dicen que, dos botes de nada, nada. Y me dan un vasazo enorme de papel, donde, primero, no me cabe todo el líquido, y segundo, se me cae el refresco por la blancura intolerable del recipiente. Pregunto a la autoridad: ¿puede un cristiano comerse medio kilo de pipas con sal, sin pegarle chupetones a, como mínimo, un par de botes? Está claro que no. Más aún: fuera del bote, la cocacola se desbreva y le desaparece ese picor de garganta que te anima a llamarle maricón al árbitro.
Creo que han hecho mal. Los botes, en sí mismos, no son culpables de nada. A quienes se les debe prohibir la entrada es a aquellos energúmenos que los arrojan al campo. Como dice el poema: “¿Qué culpa tiene el tomate, que está tranquilo en su mata, de que venga un…, y lo meta en una lata, y lo mande pa Caracas?”.