García Martinez
Nada tengo contra esta gastronomía que es el resultado de la investigación de los llamados restauradores. Tocante a comer, todo me viene bien, como a las cabras. La nueva cocina procura, por lo que se ve, hacer combinaciones y mezclas hasta el infinito. Busca sabores nuevos, bien que en detrimento, a veces, de los originarios y naturales. Si se pasan de rosca, les salen unos platos amariconados.
Quede, pues, claro que no desprecio esa cocina. Pero, dicho eso, me gustaría dejar constancia de que estoy completamente a favor de los incondicionales del pollo frito con tomate. No cualquier pollo, no cualquier tomate. Los pollos modernos son como medio artificiales, no echan gusto a nada y parece que están fabricados con viruta, como el novopán. Y el tomate, si no es de buena familia y esta bien frito, deviene caldo agrio que te echa a perder el estómago. Servidor habla, para bien, del pollo de corral criado con panizo y marranerías. Y del tomate con buena textura y maneras. Allí donde lo preparen conviene ir siquiera una vez por semana, o dos si hubiera peligro de muerte. El pollo que digo tiene esencia, presencia y potencia. Y el tomate lo adorna sin pretensiones de laguna. Los grumos de colorao aparecen distribuidos aquí y allá, ora sobre los muslos, ora sobre la pechuga, ora pro nobis.
No creo que sea preciso insistir más. El lector será lo bastante listo como para tomar en consideración mi oferta.