García Martinez
MI dentista y yo nos hicimos amigos hace algún tiempo. Esa es la única razón por la que le permite que me meta los dedos en la boca. Suele hacerlo una vez al año, o antes si hubiera peligro de tener que acudir a la dentadura postiza. Dice que me ve algunos dientes descascarillados. Ya me había dado ya cuenta. Es como si se te hubiera quedado sobre lo blanco una pizquita de piel de breva, pero que no es la piel de breva.
Cuando le pregunto por las causas de tan poco estético deterioro, me explica que se debe principalmente al estrés. ¡Joder, pues de todo tiene la culpa el dichoso estrés! Añade que, mientras duermo, aprieto las mandíbulas, dándole así escape a las tensiones de la jornada. Y que incluso durante el día se produce el fenómeno. Por ejemplo, cuando voy conduciendo el coche. En esto último –porque por principio no le creo nada de lo que me transmite- he comprobado que tiene razón.
Hay que ver de lo que puede ser capaz el maldito estrés. Sé muy bien que el hombre es frágil porque la carne es débil. Pero lo que no podía imaginar es que sólo por los nervios se echara a perder lo más duro que, como su propio nombre indica, tenemos: la dentadura. Figúrate que, sólo por tomar un disgusto, se te rompen en pedazos los incisivos, los caninos y hasta los molares. De donde se concluye que lo que ha de hacer el pobre hombre de nuestro tiempo es retirarse al desierto.