García Martinez
LA imagen más consoladora –o menos traumática- de ese fenómeno estúpido llamado muerte me la trae Fernando Pessoa, el portugués de la sensibilidad enfermiza. Tanto si se trata de morir yo como de morir otro, el acontecimiento se hace llevadero (hasta donde eso es posible) siempre que lo entendamos como el poeta lo entiende.
Pessoa ve así la muerte. Vas paseando con alguien por una de las calles de Lisboa que desembocan en la plaza del Comercio. En un momento dado –porque tú te has detenido a mirar un escaparate-, ese alguien se te adelanta unos pasos, dobla la esquina y desaparece. Buscas por aquí y por allá, entras en alguna tienda donde supones que ese alguien entró antes. O en un bar. Pides un café y esperas, pues imaginas que nuestro, o nuestra acompañante ha ido al servicio. Todo en vano. Ya no vuelves a verlo (o a verla). Nunca.
Sin duelo, sin funeral, sin esquela, sin enterramiento, sin liturgia ninguna. El-ella se esfumó tras perderse entre el gentío que frecuenta las calles crepusculares. Sencillamente, una presencia que se torna ausencia. Al principio supones que regresará, aunque tu interior te está diciendo que no. Era y, de pronto no es. Estaba y, de pronto, no está. No hay lamentos, ni lagrimas. Si acaso, un cierto estupor. La sorpresa que normalmente provoca lo no esperado. Pero, si lo piensas, es una desaparición comprensible. ¡Hay tanta gente en las aceras!.