García Martinez – 2 marzo 1993
Amanecieron nevadas las montañas. ¿Y cuál fue nuestro posicionamiento? Pues, por lo que pude ver, cada uno fuimos a lo nuestro: el oficinista a la oficina, el herrero a la fragua, el político al pesebre, y así sucesivamente. Circulaban los coches sin pararse, adelantándose, pitándose… La nieve de las crestas pasaba a tanta velocidad que muy pocos la vieron.No lo hicimos bien. La mañana estaba buena. Lucía el sol, aunque jugara al escondite a veces. Lo que correspondía -si de verdad le tenemos aún alguna querencia a la vida- era sacar a la acera la sillica baja y clavar la mirada en las montañas blancas.
Ni más ni menos que eso. Una hora, y otra, y otra -puesto que han prorrogado los contratos temporales a cuatro años-, hasta que por fin el astro decidiera acostarse.
No era necesario hollar la impoluta nieve, ni construir muñecos con nariz de rábano, ni siquiera tirarse bolas. Bastaba con sentarse a la puerta -¡para una vez que nieva!- y contemplar en silencio las montañas. Más que nada, por si acaso nos llegara desde allí la esperada respuesta. Eso que nadie sabe (¡nadie, nadie!), ni siquiera la religión. La eterna pregunta. ¿Por qué y para qué somos? ¿De dónde venimos y adónde vamos? Dicen que algunos, mirando la nieve, escucharon una voz. Pero todos se murieron antes de que pudiesen contarnos su experiencia.
A lo mejor fue eso lo que impidió que la gente sacara la sillica a la puerta.