García Martínez – 2 abril 1993
El acopio de datos para escribir el libro Mirlo·65 (en el que se narra la estancia de Juan Carlos en la Academia General del Aire, y posteriormente de Felipe) me permitió saber algo más acerca de las relaciones entre Don Juan y su nieto. Había en ambos una cordialidad y una ternura no estudiadas, que dieron su fruto en forma de un admirable encadenamiento del uno con el otro. Testigos de una cena en la Capitanía de Marina de Cartagena -cuando Felipe aprendía a volar en San Javier- me contaban que, cada vez que Don Juan trataba de explicarse y por su dolencia, resultaba muy difícil entenderlo, el nieto le captaba tanto lo que decía como lo que insinuaba.
Ese fluido afectivo que se produce entre un abuelo y un nieto, aunque aparezca en la literatura, quizás esté poco estudiado desde otros puntos de vista. Pensemos, por ejemplo, en la simple idea de que un abuelo está a punto de abandonar este mundo, en tanto que el nieto principia su iniciación en la vida terrenal. ¿No habrá una simbiosis entre lo mejor que hay en lo que se va y lo mejor que ya se manifiesta en lo que llega?
Felipe no vio morir a su abuelo. A lo mejor hubo unas pocas palabras postreras, o algún gesto, cuyo significado sólo el nieto habría podido captar. Pero no deja de ser probable que la sola expresión del rostro de un Don Juan ya muerto contuviera un mensaje, digamos que en exclusiva, para el joven Príncipe.