García Martínez – 4 mayo 1993
Cuando alguien discursea en los Estados Unidos, procura siempre decir algo gracioso. Es una manera de romper el hielo entre hablador y oyente. Quien provoca la sonrisa se coloca al nivel de los que están escuchando. El ambiente se torna relajado y la eficacia del mensaje es mayor. Incluso cuando se trata de parlamentos con cierta solemnidad -y no sólo en la entrega de los Oscar-, la costumbre y la idiosincrasia invitan a tomarse las cosas con su miaja de humor.
No suele ocurrir lo mismo en España. Aquí, por lo general, o todo el tiempo Pajares, o todo el tiempo un señor que, con voz campanuda, invita al sueño. A los españoles nos gusta gastar bromas y si son pesadas, aún mejor. Pero, tocante al sentido del humor, andamos todavía muy atrasados. Cuando se actúa con humor, siempre aparece una víctima que considera tocado su honor. Y si entramos en el ámbito de lo político, ¿para qué contarle a usted? En el nuevo Código Penal, humor será sinónimo de difamación. Ni más ni menos.
Cuando llega la campaña electoral y los políticos deciden ponerse graciosos, lo normal es que la hagan sucia. Veamos un ejemplo. Anteayer, en la plaza de toros de Murcia, en el transcurso de un mitin, Aznar decía: “Me han comentado que en la Moncloa han puesto una huerta … y que esa huerta patatas tempranas … Lo que tiene que hacer Felipe es dejar la Moncloa y venir a la huerta murciana”. ¡Uf!