García Martínez – 3 septiembre 1993
Ha sido necesario que transcurra medio siglo para que el cronista se convenza definitivamente de que, antes de comprar un libro, lo mejor que puede hacer es catarlo.
-¿Como los melones?
-Lo mismico, lo mismico.
Durante cincuenta largos años uno confió en los que se dicen críticos. Es verdad que no pocas veces hubo que tirar a la basura libros que los, así llamados, expertos habían elogiado y cuyos méritos no daban la cara. Pero el prestigio del crítico era tan grande todavía, que pocos lectores se permitieron prescindir de su autorizada opinión.
Claro que uno ya no es el de entonces. La vida enseña mucho y quien más quien menos acaba aprendiendo que esos eruditos y solemnes juicios sobre la obra de otro no son sino articulazos en los que se habla de todo menos del libro en cuestión. Eso en el mejor de los casos. Pues luego vienen las presiones de los editores y de los propios autores, las filias, las fobias, los mantecados de almendra y tal. Todo lo cual desemboca en que uno se gaste-o no- las dos mil pesetas que, como media, viene a costar un libro. Pero, como digo, la crítica no es nada fiable. O, por lo menos, sus gustos no suelen coincidir con los de uno.
Por lo que, desde hace un tiempo, cuando quiero comprar libros acudo a la librería, me paso allí un par de horas y no me llevo ninguno sin haberle visto yo mismo las tripas.