García Martínez – 8 septiembre 1993
Esto es que iba servidor en el coche por un camino de huerta. Y vio una higuera en la orilla. Y debajo de la higuera, a una dama. Entrada en años y en carnes. Pero de aspecto agradable. Bien arreglada de peluquería, Lavar y marcar. Lucía un holgado vestido estampado: la moda Ado. No me pareció una de esas señoras, enjutas y enlutadas, que acostumbran a robar los higos de las higueras. Más he aquí que allí estaba. Una mano en el bolso, la otra en el aire.
¿Qué puede hacer un automovilista que topa con una mujer así, empeñada en trincar un higo de una higuera probablemente pública? Puede mirar y pasar de largo sin más. ¿A quién ha de importarle que esa buena ama de casa pretenda un higo? ¿Quién llorará, en los tiempos que corren, un higo de menos en recuento final? Lo normal será que dejemos a cada cual en la disposición de servirse su propio higo, desde luego que sin importunarle. Pero -ya lo he dicho repetidamente- la condición humana es compleja, por expresarlo de una manera caritativa.
De modo que no supe resistirme a la tentación. Un acanallada, desde luego. Pues que a nadie hacía daño la mujer del vestido de, estampado despegando un fruto -uno solo- de la higuera. Y sin embargo, le mandé una horrenda pitorrada con el claxon. La pobre se azaró muchísimo, como alguien pillado en grave falta.
Me miró pasmada y desistió de su inocente aventura. Ahora me remuerde la conciencia