García Martínez – 18 septiembre 1993
Tan ocupada tenemos la mente en mil frivolidades, tan repartida la atención en otros mil eventos sin fuste…
-¿Y sin muste?
También sin muste, sí. Digo que andamos tan como digo-y todo por culpa de los malísimos tiempos que corren-, que nos hemos olvidado de los membrillos. Es verdad que, de vez en cuando, sacamos a relucir el veranico, pero de los membrillos en sí mismos no hacemos maldito el caso. Y noes de justicia que eso ocurra.
Al membrillo te lo puedes encontrar amarilleando en los linderos de los huertos. O sea, que no se limita a lucir su áspera hermosura diciendo “¡cómeme!”. Su función es aún más utilitaria, pues sustituye a las vallas de alambre o de obra, tan caras. Los estoy viendo –a los membrillos- desde donde escribo. Hay, en primer término, un enorme poste de la luz que es como la antena del membrillar. Y, seguidamente, en fila india, los membrilleros con sus membrillos colgados que parecen cabecicas calvas. En este viaje, bien que pausado, que estamos realizando hacia el otoño, y una vez que se recolectaron los frutos de hueso, el membrillo constituye lujoso adorno de paisaje.
Cuando éramos chiquillos los comprábamos en el puesto de la Eulogia, enfrente del Cine Moderno. Estaban buenos de comer, aunque se te quedara la boca una miaja rasposa. La gente a perdido el aprecio por los membrillos ¡Con lo bien que van cuando se padece de correncia!