García Martínez – 20 septiembre 1993
Hace mucho que no hablarnos de chinos, ni de japoneses, ¡Con la cantidad de ellos que hay! Los vemos, si acaso, en algunas reposiciones de películas sobre la guerra mundial, o en la reciente boda nipona. Y en esos tíos que se dan patadas en la boca y no sangran. Pero no los tenemos en cuenta en nuestra peripecia personal de cada día. Se conoce que la vida es sólo un juego de rachas.
Ahora estamos en la racha yugoslava, y llegará un momento en que, al igual que nos pasa con chinos y japoneses, ni sabremos dónde estuvo Yugoslavia.
Le conviene al común que, de cuando en cuando, hagamos referencia a chinos y japoneses. Estos últimos se han aficionado al fútbol. ¡Válgame Dios! El fútbol es irresistible. Bueno, pues, durante el desarrollo del encuentro, llegan los tíos y, a pesar de ser japoneses, cantan a coro eso de “¡Oé, oé, oé, oeeeeeeé, oeeeeé!”.
¿Querrá usted creer que me día lástima oírlos? Un país con las tradiciones del Japón, tan estrictas, tan arraigadas, tan ricas, cantando el “¡Oé!” y luego tenemos los chinos. Nada, que les ha entrado la perra de organizar ellos unos Juegos Olímpicos. Y amenazan con tratar de fastidiar los próximos de Montreal, si no se accede a lo que solicitan.
¿Para qué querrán los chinos unos Juegos Olímpicos, si carecen de un Príncipe como el nuestro para lucirlo? Por naturaleza, ningún chino alcanzará jamás la altura de don Felipe.
¿Entonces?