García Martínez – 24 octubre 1993
Estoy hablando de caracoles pequeños (los serranos son otra cosa). Los llamo chupaeros o chuparanderos. Caracolillos de huerta que vive en los setos y en los hinojos. En salsa, muy ricos. Hace unos días, como quiera que lloviera, sacaron los cuernos al sol, equivocándose como la paloma. Porque, en lugar de quedarse al abrigo de los ribazos, se arrastraron hasta un camino de asfalto que rodea a un edificio de construcción reciente. Estos animalejos no deben de ser muy listos. O quizás lo que les pasa es que padecen afán de viciosos de aventura. Se arriesgaban demasiado, al acercarse sin guardaespalda a esa calle interior que digo, donde incluso aparcan los coches. Los caracoles estaban allí seducidos, siendo como eran objetos de la humana curiosidad.
Parecían minúsculos hongos claros sobre el oscuro del alquitrán. Nunca antes habían sido tan temerarios. ¿Por qué se arrimaran así al peligro? ¿será que siguieron a uno que hacia de jefe, pero que había perdido el juicio por la tan pertinaz sequía? El caso es que allí andaban, esturreados y felices.
Me han contado que, a la anochecida, cuando los obreros salían del edificio y tomaban los coches para volver a casa, se escucharon rumores extraños. Chasquidos, levísimas explosiones, ruido de pimiento seco. A la mañana siguiente solo quedaban en el suelo estelas de plata y unas manchitas claras sobre el oscuro del alquitrán. Fue caracolidicio.