García Martínez -29 marzo 2005
Lo digo como lo siento. Y lo siento verdaderamente. No tanto como feligrés como por mero y simple ciudadano. Lo que se ha hecho estos días con el Papa no está bien. Ha sido un inmenso error, que diría aquel.
Ignoro quiénes llevan en el Vaticano la cosa de la imagen del Pontífice de cara al pueblo. Pero la han hecho sucia. Al final ha sucedido todo lo contrario de lo que sería razonable esperar.
Primero llegan y, en la noche del Viernes Santo, nos muestran a quien se supone que es Juan Pablo II, siguiendo el Vía Crucis desde su capilla privada. Y digo se supone pues quien aparece en la pantalla es sólo alguien que está de espaldas al espectador. En ningún momento se tiene la evidencia de que quien está allí sentado no es una especie de maniquí o similar, al que no se nos permite mirarlo de frente.
Podría pensarse que eso lo hacen porque la visión del rostro del Papa enfermo es tan penosa que, como suelen decir, hiere la sensibilidad del espectador. Pero no es por eso ya que, el domingo de Pascua, el anciano sí se asomó a la plaza de San Pedro. Es verdad que su expresión no era la de siempre, pero eso ya lo habíamos comprobado en otras ocasiones, después de abandonar la clínica.
Lo que sí nos trajeron los innombrables expertos fue algo tan patético que mucha gente -en la plaza o delante del televisor- rompió a llorar. Lo mismo si se trata, como si no, de un personaje tan notable, es del todo inhumano permitirle que hable si, por culpa de la traqueotomía, no puede hacerlo. Esos ronquidos, esa voz desgarrada, esos lamentos sugeridos, con la añadidura de la impotencia reflejada en la expresión, lo veo una canallada.
Ya sé que no hubo mala intención -¿cómo habría de haberla?-, pero sí una falta de profesionalidad y de sentido común que conmovieron al mundo. Ninguna necesidad había de ello. Cualquier Constitución -la más pobrecica- garantiza el derecho de la persona a su propia imagen. Más aún en el caso del Papa, cuyos gestos tienen una cotización fuera de lo común.
Ni cuando el Vía Crucis debieron quedarse tan cortos, ni pasarse como se pasaron pocas horas después. Imagino lo mal que se sentiría consigo mismo el Papa, cuando se cerraron las cortinas que daban fin al penoso espectáculo.