García Martínez – 25 junio 2005
Dentro de nada se va a celebrar, una vez más, el debate sobre el estado de la Región. Como si no estuviésemos todos al cabo de la calle acerca del momento que vive nuestra inefable Murcia. Pero, bueno, es un rito democrático y tenemos que pasarlo.
Este debate anual viene a ser como cualquier debate de la Asamblea, pero a lo bestia. Quiero decir que si, en los plenarios semanales, sólo estamos allí ocho o diez ciudadanos, como el ciudadano Angosto más servidor de las monjas, en el que se convoca cada año aparece más que llena la sala de público.
¿Por el interés del asunto? No, señora, sino por que, en este caso, funciona el protocolo. Y ese protocolo dice que, tanto la autoridad (sea o no competente) como las fuerzas vivas regionales, deben aparecer por allí. Esto es como la confesión. O sea, que los ya dichos tienen que acudir al Parlamento una vez al año. O antes, si hubiera peligro de muerte o se ha de confesar. En la sesión del estado de la Región se confiesan quienes componen el hemiciclo. Lo gracioso es que nunca sacan a relucir los propios, sino exclusivamente los pecados de los demás.
Eso sí, los méritos que se exhiben son siempre los de uno. Con lo que esta confesión parlamentaria viene a ser una confesión atípica. Es como si yo me arrimo a confesonario del señor cura y le cuento únicamente los pecados de mi vecino de escalera.
La principal característica del debate sobre el estado de la Región es su pesadez. Se trata de algo espeso, como la masa del pan antes de subir. Si pretendes integrarte en lo que allí se dice, te cuelgan de los dedos retazos de pegajosa gacheta, que sólo te los puedes quitar a base de mucha, mucha harina.
Aquellos que, por su cargo y circunstancia, vienen obligados a ser testigos del debate, tuercen el gesto y hasta se cabrean cuando llega a sus manos la invitación para el evento. El cual se celebra antes de las vacaciones, para que tengamos la oportunidad de un descanso, amén de inmediato, merecido.
Porque, antaño, cuando sólo había una sola tele (y en blanco y negro), quien más quien menos se entretenía cuelleando para que lo tomase la cámara y pudieran verlo en casa la mujer y los chiquillos. Pero, ahora, con tantas cadenas, salir en televisión ya no mola.