García Martínez – 18 junio 2005
Por muy tímidos y retraídos que fueran los políticos de pequeñitos, en cuanto que deciden ejercer se espabilan que es un primor.
-Eso del primor me suena a la canción famosa del Colacao.
Ciertos son los toros, pero, por necesidades de la partitura, no se decía primor, sino prímor, con acento en la í. O sea: «Y si es el boxeador, golpea que es un prímor». Cántela el lector y verá.
-¿Cómo sabe usted tanto?
La edad, hijo, la edad. El político, cuando se echa a la política -que es como echarse al monte, pero en plan fino- pierde lo que de siempre se llamó respeto humano. Que no le da vergüenza nada. Incluso va por los mercados besando a unos y a otros, como si los conociera de toda la vida.
Diré más: si alguien se mete con ellos, hacen como que no oyen. O responden con una sonrisa a quien les mandó el improperio. Aguantan carros y carretas. Y así tiene que ser, si quieren disfrutar de una mínima incombustibilidad, como se suele decir.
No diré que el presidente Valcárcel y la ministra Narbona sean exactamente como esos que digo. Pero no se puede negar que también ellos dos, por su mera condición de políticos, han de comportarse como se comportan los políticos en general. Aunque quizás en esta pareja, aun a pesar de lo experimentada que está, no se dé tanto esa frescura -digo de frescos frescales- que se ve en otros de su clase, que le echan más cara a la vida que el cali.
Lo digo porque, en la última estancia de la Narbona en San Esteban, cuando las cámaras los tomaban antes de entrar en materia, advertí lo violentos que estaban. No sabían hacia donde echar la vista. Eludían mirarse el uno al otro. Estaban sin saber qué hacer, ni qué decir. Tal que colegial y colegiala.
Considerada la rimbombancia cínica y desenvuelta con la que suelen manifestarse los políticos, producía cierto candor mirarlos allí a los dos -en los divanes, con perdón-, tan azorados, tan deseando que se los tragara la tierra. Avezados y, a la vez, desvalidos.
Si al menos hubiera pasado por allí una mosca, podrían haberse dicho: «¿Mira, una mosca!». Y con eso hubieran roto el hielo.
Hay que llevar moscas a palacio, mi Ruizvivo, para que la Ministra y el Presidente tengan con qué.