García Martínez – 26 septiembre 2005
Como la enseñanza está como está, Zapatero ha prometido dar dinero para arreglar el problema de una vez por todas. Lo veo bien. Pero el meollo de la cuestión es otro. Desde luego que hay que financiar un sector tan importante como el de la educación de nuestros críos, pero la pasta no basta.
Los colegios andan manga por hombro. Antes, la letra entraba con sangre, aunque no tanto, pues un pescozón no sangra. Ahora nos hemos civilizado un poco más, pero quizás nos estamos torrando en lo que se refiere a la relación profesor-alumno y a la no menos importante entre padres e hijos.
El fracaso escolar que se padece en España, a pesar de que los niveles de exigencia no son para morirse, empieza a ser escandaloso. Tenemos la sensación de que unas cuantas generaciones de españolitos se han echado a perder. Los zagales no quieren esforzarse. No se les ha educado para que sean lo que de siempre se llamó hombres de provecho.
Los reyes de la casa se han subido al trono y no quieren dar el callo. La culpa no es tanto de ellos como de quienes no hemos sabido inculcarles la cultura del esfuerzo. También se han proclamado reyes de la clase y, envalentonados sólo por ser jovencitos y reinar a sus anchas en el ámbito familiar, hasta le cantan la gallina al profesor de turno.
Los psiquiatras tienen cola de enseñantes que no soportan la chulería de los alumnos. Pero tampoco la de los mayores. Hay padres que se encaran con ellos y los denuncian por ejercer de maestros con una cierta e imprescindible severidad. Los muchachuelos hablan de sus derechos, al tiempo que no quieren saber nada de sus obligaciones. Y los adultos, con nuestra benevolencia, los vamos a hacer unos desgraciaditos. Porque la vida es dura y al final llegan inevitablemente las madres mías.
Este sí que es el gran problema. El toro de las nuevas generaciones hay que cogerlo por los cuernos, mejor que por el rabo de las finanzas. Sólo con dinero no se arreglan las cosas. O, al menos, estas cosas de las que hablamos.
Los niños necesitan -fíjese, señor Zapatero- cambiar su talante. Han de aprender que la vida, su propia existencia, les exige que se esfuercen, que tengan una mínima capacidad de sacrificio. Pero -¿oh, políticos!- me temo que estoy clamando en el desierto.