García Martínez – 15 mayo 2003
En fin: vamos a ver, vamos a ver, cómo rulan las cosas en esta segunda intentona. Calmadas las aguas de la elección de nuevo presidente de Nuestro Padre Jesús, la autoridad llama nuevamente a comicios. En la creencia de que lo sucedido entonces aproveche de enseñanza ahora, más que nada para que no vuelva a repetirse el cirio, a ver si me comprende usted.
Lo que pasó aquella vez fue tremendo. Ignoro si habrá habido una campaña parecida en toda la historia de la Cofradía. Esto habría que preguntárselo a Pérez Crespo, acostumbrado como está a bucear en las celebraciones murcianísticas.
Me acuerdo – ¿no voy a acordarme?– del encono que se registró entonces, cuando competían Díez de Revenga y Peñafiel o Peñafiel y Díez de Revenga. Qué pasiones despertaron, no ya entre los votantes, sino entre el público en general. Se formó tal bulla que, a lo último, Monseñor tuvo que decir hasta aquí hemos llegado.
Estas rivalidades con tanto eco entre la grey aprovechan para hacer ver a los escépticos la mucha romana que manda todavía la Semana Santa. Lo mismo aquí en la capital que en el resto de la Región. La Semana Santa es un fenómeno sociológico, como se suele decir. Está mucho más asentada y asumida que la misma democracia, fíjese usted lo que me atrevo a decirle.
Mire, si no, el caso del ministro Trillo. Si este año no vino a cargar con la Piedad fue por fuerza mayor, o sea el Prestige y, principalmente, la guerra de Irak. De no ser por eso, Trillo habría estado aquí, como cada año, arrimando el hombro. Han tenido que ser sucesos gravísimos los que impidiesen su presencia en las calles cartageneras.
Quiero decir con todo esto que es natural que se produzcan encuentros (y hasta encontronazos) a la hora de nombrar directivos de cofradía. Y no sólo en el caso de Nuestro Padre Jesús. Lo que pasa es que estamos hablando de la procesión más emblemática de Murcia. Que es mucha procesión, vaya.
Una miaja de marcha electoral sí que se debería permitir y hasta estimular. Sobre todo porque la tal marcha deriva o procede –de una forma espontánea y natural– del sentimiento del pueblo de Dios, como quien dice.
Que Él nos ilumine a todos, amén.