García Martínez -18 enero 1994
El autobombo, también llamado vanidad desmadrada, no produce rubor. Se conoce que, como lo practican todos, a ninguno se le suben ya los colores. Los medios informativos en general, pero principalmente (o más llamativamente) la tele, se dedican con fruición a decirnos los cojonudos que son. Ello se debe, en buena parte, a la feroz competencia que los enzarza. Y en lugar de superarse cada uno para llegar a ser mejor que el vecino, prefieren darse palustre a sí mismo. Igual en la pública que en la privada.
Estos esqueches de autobombo son cada vez más sofisticados. Porque donde verdaderamente compiten las cadenas no es en la calidad de los programas, sino en la propaganda. Y claro, esta que digo se nos muestra lujosa en contenidos y tiempos. Hay una cuña de la tele oficial que dura mil años. Y todos para decirnos que lo hacen muy bien, que sus equipos (el material y el humano) son la repera. Sólo les falta añadir que los telespectadores deberíamos estar eternamente agradecidos.
Lo que estamos en realidad es eternamente aburridos. Porque, encima, tienen la mala uva de servirnos estos mantecados durante las sesiones de cine. De tal modo que has de pasarte dos horas y media para ver una película que dura noventa minutos. Lo curioso de todo esto es que ese autobombo, tan mostrenco por tan descarado, no sirve de nada, pues no engaña ni a los más ingenuos. O sea, usted y yo.