García Martínez – 30 enero 1994
Me lo temía. Tarde o temprano tenía que ocurrir, para desgracia de todos nosotros y disgusto de Nuestro Señor. Hasta la fecha veníamos trampeando. Pues uno se decía: “Mira, que te mira Dios; mira, que te está mirando”. Pero es que manda mucha romana la jodida tele. Es que te pones y no ves la hora de quitarte. Que cuando no es el futbol es la política, y cuando no el Hermida, y cuando no las pencos esas de los muslancos que se salen de malla. (Y algunas hasta de madre).
Bueno va –me decía-, siempre que el personal consienta que, en llegando los anuncios, le tapemos el resuello al aparato. Bueno va, si la aprovecha la ocasión para cambiarle el agua al canario. Pero he aquí que, de un tiempo a esta parte, mucha gente se traga con gusto la publicidad. Más aún: hay quien no puede pasar sin los anuncios. Han nacido -¡ay!- los publiadictos. Todo empezó tontamente, como sucede con las cosas que traerán cola, o sea trascendentales. Pidió uno: “Dale, dale voz a este spot”. (Así lo dijo: spot). Y a los pocos días, lo mismo, pero ya con dos spots. Y así hasta la situación actual, que es de catástrofe, pues ya hay que tragárselos todos.
Tienen muy mala sombra la tele. Va detrás de ti, disimulando, como el que lava, y poco que te descuides, ¡zas!, te engancha. Unas veces de la camisa: otras, incluso de la bragueta, pero te engancha.
Y así vamos por la vida.