García Martínez – 9 febrero 1994
Se dice que los inmigrantes marroquíes se han aclimatado muy bien entre nosotros. Más que nada en la mitad sur del país, lo mismo por temperatura que por temperamento. Todo lo cual no es noticia, pues, desde el 711 al 1492, los moros andaban por aquí como Perico por su casa. Lo que pasa es que, sin ser noticia, el suceso en si es una verdad como una mezquita.
Lo demuestra, sin ir más lejos, una visión que tuvo el cronista hace tres o cuatro días. Y esto es que vio a un morito ya mayor – me lo supongo cuarentón-, que viajaba en una bicicleta de niño. Calzaba el típico gorro de lana de diferentes colores, menos escandaloso que el turbante, y se afanaba en el pedaleo con mucho entusiasmo. Como la velocidad que llevaba no era excesiva, puede examinarlo con tranquilidad. Sobre la morena extrema del rostro, su expresión manifestaba bienestar, acuerdo a la circunstancia. Como si él y su tierra de promisión formasen un machihembrado perfecto, que diría Umbral con su cavernosa. Disfrutaba el morito, exhalada felicidad- se le ve por todos los poros de la piel, en su breve viaje a bordo de una bici infantil.
Un negro en Francia, un hindú en Gran Bretaña no se asimilan a estos paisajes con la plenitud que lo hace un morito en España. Fueron coloniajes muy distintos. En el caso de los moritos y los españoles, colonizar los unos a los otros a los unos, es… lo natural.