García Martínez – 10 febrero 1994
He oído decir a un dirigente de los cachorros del PP, acerca de no sé qué problema, que la manera de arreglarlo es crear una comisión. ¡Por Dios, no! A ellos, a los adultos, se les consiente, pues están como quien dice a dos pasos del Más Allá. Son viejos verdes y descerebrados. No harán (haremos) mucha más historia de la ya hecha. Pero los jóvenes, el porvenir, la esperanza, ¡coñe!, vosotros no podéis caer en la misma estúpida música de crear una comisión para cada asunto, sea este grande o pequeño.
Las comisiones jamás han servido para nada. Nadie sabe de una que haya resuelto algo alguna vez. Echas mano de los becerros que contienen las anotaciones de la política cotidiana, y adviertes que cualquier comisión pasó con más pena que gloria. Excepto las, así llamadas, dinerarias o filesarias. Esas son de otra especie. Mucho más rentables, desde luego. No para el común, sino para las partes. Gentes del país viven cojonudamente y conducen mercedes gracias a las comisiones. Son rentas que no proceden del trabajo, sino de la cara dura. Y por eso mismo el Gobierno las protege, eximiendo a sus beneficiarios de pagar Impuestos por percibirlas.
Tocante a los que vienen detrás de nosotros, líbrelos Dios de consentir ninguna clase de comisión. Ni de seguimiento, ni de dinero. Borren la palabra de los diccionarios. Pues por comisión hay que entender, casi siempre, la de un delito.