García Martínez – 11 febrero 1994
Cuando llega uno a cierta edad se dice a sí mismo: “Bueno, ya no necesito conocer a nadie más. Entre los que conocí buenos y los que conocí malos, tengo bastante”. Lo que ocurre es que la capacidad de la persona para encararse a nuevos conocimientos termina agotándose. Relacionarse de primeras con alguien supone un esfuerzo que, con el paso de los años, se hace insoportable. Quizás la naturaleza humana esté preparada para tratar con doscientos prójimos. Y, a partir de ese tope, ni uno más.
Y, sin embargo, nos la quieren meter con el hombre ese, el sucesor de Nicolás Redondo. Se trata de salida a la escena pública de un personaje inédito –un tal Cándido-, al que se nos obliga a mirar, a escuchar y a tener en cuenta. Me pregunto qué nos puede importar a estas alturas, lo mismo a usted que a mí, el así llamado Cándido. De qué modo puede perturbar nuestra digestión, nuestra toma de sol, nuestro tedio. Viene Cándido y seguro qué pretende que le oigamos el discurso. Yo le comprendo, pero el también debe comprenderme a mí. Yo ya no estoy para que Cándido me diga nada.
Inevitablemente he tenido que escuchar su voz. La tele está marchando, la radio también –ya se sabe- y cuando te quieres dar cuenta… Cándido tiene un timbre deficiente. No es que Nicolás sea Pavarotti, pero puede pasar.
¡Ay! El discurrir de la vida te hace un poco más sabio.