García Martínez – 13 febrero 1994
Ciertas cosas –también ciertas personas- reciben un maltrato injustificado. Averiguar con exactitud por qué se infiere ese daño gratuito nos llevaría a largas y tediosas divagaciones. Todas las inquinas que rebullen en las entrañas de los hombres salen, de parte tarde, a pasear por esas calles de Dios. Y no permanecen quietas, desde luego. Procuran saltar –y para ello buscan el momento oportuno- sobre la paciencia de Job, del mismo modo que se dispara la caparra para instalarse en la oreja del perro.
La vida es como es y como la vamos construyendo cada día los humanos. Y no podemos atribuirle –por las buenas y generalizando- las virtudes de justa y benéfica. Son muchas las víctimas de ese hacer sangre sin causa que digo. Por ejemplo, el ababol o amapola. El Diccionario de la Academia, que se supone redactado por individuos rectos, ofrece la siguiente definición: “Planta papaverácea, con flores rojas por lo común y semilla negruzca. Frecuentemente nace en los sembrados y los infesta. Es sudorífica y algo calmante”. Lamentable. No puede decirse, si no es aviesamente, que una amapola, flor tan hermosa, infesta un trigal. Ni señalar que es algo calmante, para minimizar así su cualidad de producir relajamiento. Y para más inri, sabiendo como saben los académicos que no se requiere infusión ninguna. Pues, nada más que mirándolo, el ababol tranquiliza.
Esto es lo que yo quería decirles hoy.