García Martínez – 15 febrero 1994
A un amigo mío que ya murió le encantaba decir carnestolendas. No siempre, sólo cuando llegaban estos días. Con la democracia se han vuelto a poner de moda los carnavales. Es verdad que cuando Franco estuvieron prohibidos, pero no demasiado, las cosas como son. Ahora, quien más quien menos llega y se disfraza. Mejor dicho, cambia de disfraz. Porque una miaja disfrazados sí que andamos todos el año entero. La gente lo justifica con aquello de conveniencia social obliga. Conveniencia social significa ir tirando, llegando a fin de mes y chupar cámara.
Algunos se disfrazan de su contrario: Felipe, de Guerra; el Gordo, de Flaco; el hombre, de mujer, y al revés. Otros, de aquel a quien envidian. Lo más frecuente es disfrazarse de uno mismo. O sea: del que deberíamos ser, pero, por lo que fuere, no somos. Ese por la que fuere tiene que ver con: egoísmo, hipocresía, mala leche, soberbia y tal. Lo peor que puede hacer el individuo es disfrazarse de sí. Pues no consigue nunca engañar a nadie. Pregunta, poniendo vocecita gatuna: “¿Me conoces?” Y tú: “¡Pues claro! Por bueno que sea el disfraz, que lo es, se te conoce enseguida”.
Si bien se mira, el carnaval no tiene mucho fundamente. Tal como están montadas hoy las relaciones humanas, ¿quién va más disfrazado: el que se disfraza o el que no? Es difícil saberlo. Cada caso requiere un estudio sosegado y profundo que puede durar años.
Y luego tenemos el higo.