García Martínez – 15 julio 2004
Avellaneda de Cieza recriadísimo en Murcia–capital firma en el Almudí una exposición de no vender. Mas no porque la gente no quiera comprar, sino porque el artista no desea vender. Al menos de momento. La muestra, en fin, es de las que llaman antológicas en el argot. Lo otro que advierto yo –profano como soy– es que se trata de una colección de cuadros habladora. Hasta hace poco, lo más propio de la pintura de Avellaneda era el paisaje seco, pálido, esquelético… Extremado también en lo referente al decir: o el silencio más tremendo, roto sólo por el leve y monótono zumbido de un insecto al sol, o el grito desgarrado y terrible de lo pobre de solemnidad.
De un tiempo a esta parte, Avellaneda compone una pintura, ya digo, habladora. O, mejor, hablarina, pues tiene también lo suyo de cantarina. Yo no sé a qué se debe esta evolución. Quizás sea que, con la edad, el pintor ha dulcificado su manera de ver el mundo. En su niñez y adolescencia ciezanas, el entorno le mostraba dos paisajes muy diferentes: el blanco gredal y la verde huerta. Por razones puede que más de temperamento que de estética, eligió lo primero. Y ha sido tan fiel a la estampa de una campiña sedienta, que ahora puede permitirse el lujo de hacerla de riego sin remordimiento ninguno. Es como el regalo que le hace Avellaneda a su pintura con motivo de las bodas de plata de ambos. No se la lleva a Ibiza, ni le monta una misa rememorativa, sino que le concede el don del agua. Como si fuera el pintor de cámara de una Tocino buena.
El apego tozudo de Avellaneda al paisaje–ceniza, creo yo que lo ha dotado para mostrarnos hoy un paisaje–paraíso mucho más sabroso de lo que se suele llevar. Los limones tienen más ácido, los ásperos membrillos más perfume, los higos de pala más color… El agua es muy agua.
Tocante al camino verde que va a la ermita de los Baños de Mula, no lo mejoraría ni el mismo Juanito Segarra.