García Martínez – 10 marzo 2002
Los intelectuales han de ser y estar para clarificar. Veo bien que den conferencias cobradas, que escriban artículos, que ejerzan de tertulianos y que enseñen en la Universidad, pero hablando clarito. Con la enorme difusión que –por como está montado el tinglado– tienen hoy las chorradas más insignificantes (que hasta Ramoncín y yo prosperamos), conviene llevar un cuidado más que exquisito con lo que se traslada a la atención de los demás.
Para que no pase lo que pasa con la multiculturalidad, que ha sido mal entendida. Sostiene el padre de la teoría, Mikel Azurmendi, que las multiculturas no son buenas, que hacen daño, que dan pena y se acaba por llorar.
—Claro. Eso es porque a las multiculturas les sucede lo que a las rondas.
Efestivamente. A este Azurmendi que digo le ha salido el tiro por la culata. Lo que el hombre quería decir –creo yo, ¿eh?– es que en un país no han de pugnar varias culturas distintas a la vez, sino que siempre habrá una, la propia, con calidad de preponderante.
En lo de Azurmendi, el personal ha visto un ataque a las culturas que acompañan, quieras que no, a la inmigración, como resultado de la intolerancia de los cristianos viejos. Y es justo lo contrario. El escritor defiende la existencia de otras culturas en convivencia con la del país receptor. Pero sin pasarse de rosca hasta el extremo de que se nos acabe obligando a farfullar el árabe o a comer cuscús. O sea, convivir, pero sin avasallar.
—Pero, hombre, por favor, de eso no se detecta todavía peligro ninguno.
Mire usted: casi siempre hay peligro de casi todo. La cabeza humana es imprevisible a la hora de ocurrírsele ocurrencias. Aquí se puede pasar del odio al moro, que es absolutamente reprobable, a pedirle que él mismo nos diga la misa de diez. Y tampoco es eso.
Al multiculturalismo de Azurmendi se le ha reprochado xenofobia, cuando propone todo lo contrario. Hay que respetar, desde luego, las culturas que llegan, pero sin menoscabo de la nuestra.
El viernes en la mañana, estando todavía bastante lejos del Viernes Santo, en la barbería de Campillo pelábase un señor que le hacía ver al barbero su temor de que, por culpa de la inmigración, desaparezcan las procesiones de Semana Santa.
Lo cual sería ya la leche.