García Martínez – 22 julio 2003
El calor que estamos padeciendo se pasa de la raya. Por su fuerza, que es tremenda, y por una duración que ya todos tenemos por excesiva. Estamos ante una evidencia, pero nadie quiere cogerla por los cuernos. Ni los tíos del tiempo –que se salen por peteneras y como si la cosa no fuese con ellos–, ni el público en general, que esconde la cabeza debajo del ala. Queremos dar por fuera una sensación de normalidad, cuando por dentro padecemos un mosqueo calórico de enormes proporciones.
Ya que ha salido a relucir el mosqueo –y mientras ponemos el ventilador a todo lo que da–, me parece bueno detenernos en esta palabra siquiera un momento. De toda la vida de Dios, mosquearse significó tener la sensación de que, por la acción de otros o de la propia Naturaleza, podríamos sufrir algún perjuicio. Mosquear –ahora tan de moda– equivale a recelar, o sea «temer, desconfiar y sospechar».
En los días que corren, la palabra ha salido de las catacumbas y sobre todo la gente joven entiende que mosquearse equivale a cabrearse. Esta última acepción también la admite el Diccionario, pero le da el carácter de secundaria. A mis cortas luces (y para la buena marcha), el mosqueo debería volver a sus orígenes, cuando significaba tener la mosca detrás de la oreja.
En el caso del despiadado calorazo que padecemos últimamente, el término mosqueo viene al pelo en sus dos acepciones: nos enfada y, además, nos hace sospechar si no habrá algo detrás de este fenómeno calórico. Algo malo, desde luego. Como podría ser un anticipo de la fin del mundo. Pero nadie se atreve a hablar de esto, como si de esa forma quedara conjurado el peligro.
Todo el mundo lamenta este recalentamiento colectivo. Pero unos y otros están a lo suyo: que si el sucesor de Aznar –¿y si no hubiera lugar a ello?–, que si los pelotazos urbanísticos, que si Ronaldinho ha costado lo mismo que Beckham… En fin, excusas de mal pagador, para eludir la realidad y no escuchar –por más que vaya in crescendo– el galope de los Cuatro Jinetes.