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Plazas: ¡Qué lugares tan gratos!

Esas plazas con naranjos del sur de España… ¡Qué lugares!

Nosotros, los habitantes del Sur, aperitivo va, aperitivo viene, estamos acostumbrados a ver nuestras plazas con sus naranjas y sabemos que son amargas.

Pero… ¿Qué pasaría si alguien viniera por vez primera y las viera? ¿Le entrarían ganas de comerse una? Así le ocurrió a un amigo asturiano hace unos años. Recién llegado a Murcia para matricularse en la Universidad, se alojó en una pensión donde pasó sus primeros días. No conocía a nadie. Salió a dar sus primeros paseos por la ciudad y vio nuestros naranjos.

Se quedó sorprendido sin entender por qué los murcianos comprábamos naranjas en el supermercado, en lugar de cogerlas directamente. “¡Qué tontos que son!”, llegó a pensar.

Una de sus primeras noches en tierra murciana, andaba justo de presupuesto para cenar. Se compró unos rollitos de primavera en un restaurante chino y, claro, le faltaba el postre. Sin dudarlo, cogió de un naranjo dos piezas. “Ya tengo el postre”, se dijo. Las cogió –eso sí- de forma rápida, porque creía que debía estar prohibido por alguna ordenanza, ya que no había visto a ningún murciano en tal tesitura. Llegó bien contento a la pensión, pensando en la cena tan rica que le esperaba por apenas dos euros, cuando … ¡zas!, se dio cuenta de por qué nadie las cogía: ¡Qué amargas estaban!

Y fueron los árabes, en su expansión por el Sur, los que idearon esta amargura. Sabían que de la cáscara de la naranja se podía obtener pólvora y probablemente necesitarían una buena provisión casus belli. Para evitar que la población de entonces, que se abastecía de productos naturales 100% en una economía de subsistencia, se comiera las naranjas de los árboles, elaboraron el injerto para lograr que fueran amargas y descartar así, la tentación de estirar los brazos y abrir las bocas.

En Córdoba y en Granada han llegado incluso a las “artes malabares”, pues hay naranjos que se han convertido en ¡enredaderas! que trepan por una pared hasta bien alto. ¡Qué maravilla!

Siempre nos queda un consuelo. Pues aunque no las podamos catar, sí podemos percibir el perfume del azahar al pasar en primavera por debajo de los naranjos.

Plazas… ¡Qué lugares tan gratos!

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